Siempre pensé que no eras más que una idea, que no eras real, que te habías cruzado de un recuerdo a otro en mi mente. Era imposible visualizarte si no era haciendo cosas que jamás vi que hicieras, pero una noche logré recordarte bailando. Rozabas el suelo con los dedos de tus manos, tu espalda se curvaba y hacía nacer el sol. ¿Pudiste tocarlo? Se reflejaba tu deseo en los ojos, quisiste con los labios, temblaste con el corazón. Movías tu cuerpo como se mueve el reflejo de los cuerpos celestes en el mar, tragados por las olas, se perdían tus mejillas en la espuma. Artistas pintaron sobre el nacimiento de una diosa y todo lo que hice yo fue guardarte en mi memoria; te desvaneciste y sólo quedó la sal en mi boca, curando las heridas que tu huida dejó como regalo de despedida. Te recordé bailando y recité en susurros aquel poema que siempre te trae desde las coordenadas del último beso.
Si aprieto con fuerza las manos sobre el pecho puedo oír tu voz. Jamás entendí cómo algo sin sentido puede hacerme sentir tanto. Abro la boca y juras, y juzgas, y esperas no ser juzgado. Cierro la boca y besas, y besas, y esperas al fin ser besado, pero nunca llego. Los sueños son lo mejor que tengo, dije. Me tapaste los labios y dijiste: los recuerdos serán lo mejor que tengas, serás incapaz de soñar.
Cuando abrimos las ventanas para ver amanecer, no teníamos sentimientos que expresar. Sabíamos que sería la última vez y desde entonces sólo pienso en si no lo hubiese sabido. ¿Habría mirado al cielo y no a tus ojos? Sólo pienso, desde entonces, en haberme perdido por el sol y no por las ruinas que guardaste en mis manos.
Nunca más pude imaginarme haciendo cosas que jamás viste que hiciera, siendo feliz. Si al final dormimos abrazados, no hay recuerdo de los besos en la nuca, ni de los dedos entrelazados. Me enseñaste que la cámara lenta de los instantes se rompe si la dejas sobre un corazón abandonado.