Pequeño ángel dominante.

Me gustaría que estuvieras aquí, para que vieses que ahora las sonrisas no son culpa tuya.

Te marchaste en aquel vagón de tren destartalado hacia ningún punto en concreto. Te marchaste con tu maleta de piel verde y tu sombrero negro aterciopelado. Te llevaste las fotos, las cartas escritas a mano. Metiste en tus bolsillos los números tras los que escondíamos fechas sin igual, las iniciales de dos nombres que jamás debieron juntarse. El tuyo. El mío. Te marchaste mientras nevaba allá a lo lejos, mientras el viento movía mi bufanda. Esa que me regalaste, esa que perdida entre las calles arrojé sin piedad. Te llevaste los secretos que cada noche entre las sábanas, yo te confesaba. Te llevaste mi inocencia, mi pureza como mujer. Te llevaste las lágrimas escritas en tus yemas, mis canturreos matutinos en tus oídos. Ocultaste en tu interior el cansancio de los días monótonos, el agotamiento de palabras vacías que salían de nuestros labios. De los míos perfectamente maquillados. De los tuyos llenos de mentiras decoradas. Esos labios que mordisqueados me daban las buenas noches cada día a la misma hora, con mensajes esperados con fingida excitación. Te marchaste sin decir adiós, mientras yo corría para salvar algo que desde el principio estaba perdido. Te marchaste sin dar una simple explicación, y me alegro de que no llegaras hacerlo.

Hoy vuelves a la misma situación. Yo ahora no comparto tu cama, ni tú compartes la mía. Yo ahora me escondo tras mi flequillo azabache, y soy presa de otros labios que besan mi piel mientras tú miras. Miras como perdiste a la pequeña bailarina de claqué que danzaba con tus ojos cada Domingo. Miras como perdiste a la joven de ojos jazmín que reía con tus promesas falsas. Que ahora sonríe a otra persona que no eres tú, que vive con otra persona que no eres tú. Que es feliz, que llora a los recuerdos arrepentidos de su alma. Miras con añoranza y orgullo, a aquel pequeño ángel que dominaba tu cuerpo.